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I BECOME SO NUMB

I BECOME SO NUMB

Ella era mirada, pero nadie la observaba. Entendía como debía sentirse un cuadro, que es mirado, pero pocas veces observado, y que tiene todo el tiempo del mundo para dejar a un lado los vistazos rápidos y desenmarañar a aquel que se le ponga delante durante unos instantes. Le gustaba jugar con la gente. Sabía que podía hacerlo. Y el metro era uno de sus lugares preferidos. Allí nadie se conoce, todos miran pero pocos observan. Lo llevaba haciendo de forma inconsciente durante años. Ahora se proponía vencer a todo el que aceptaba ser su rival durante los minutos que separan un par de estaciones, y siempre lo conseguía. Todos los días al ir a trabajar comenzaba su particular estudio empírico. Le daba igual que fueran chicos muy seguros de sí mismos tras amplia ropa, algún piercing que otro y llamativos cortes de pelo -de hecho, ellos eran sus preferidos-. Una mirada fija y toda su seguridad desaparecía. Se volvían vulnerables, miedosos... Los muy jóvenes o muy mayores también suponían un reto. Incluso ese tipo de chico que va con su novia, amantísismo él, y que tantas caricias la dedica a su niña hasta que las puertas del vagón se abren y se gira para mirla a ella. O aquellos que la hacían fotos y la pedían que mirara a cámara para poder enseñar algo bonito de su viaje a la capital al volver a su ciudad. O los que entraban en el juego a través de miradas furtivas y sonrisas de medio lado. Conseguido.

Pero un día una de sus víctimas se convirtió en su verdugo. Era verano y el calor bajo el suelo llegaba a ser insufrible. Ella siempre que salía de casa se ocultaba tras su máscara. Una tarde, que iba a trabajar, se sentó en un banco del andén, mientras esperaba. Odiaba estar de pie, le dolían las articulaciones a menudo.  El chico sentado junto a ella, de rasgos árabes, llevaba un casco de moto. A ella la encantaba la velocidad y las motos era la mejor manera de sentirla, una vez que los parques de atracciones se te han quedado pequeños. El marcador del metro aseguraba, con ninguna fidelidad, que faltaban dos minutos. Podía sentir el deseo de él, a pesar de que en ningún momento se miraron. Cuando ella empezó a bajar la guardia, él le dijo: "¿Puedo hacerte una pregunta?". Ella, siempre tan servicial, respondió: "Sí, claro". "¿Puedes regalarme una sonrisa?", le preguntó él con el rostro muy serio. Tras unos segundos de shock, ella comenzó a reír y le respondió un nervioso "Sí, sí". Tras una mirada de intensa necesidad, ambos volvieron a girarse. Poco a poco la sonrisa de ella se fue desdibujando y apareció el metro. Cada uno entró por una puerta, pero acabaron sentándose juntos. Ella volvió a sacar del bolsillo su máscara y se la colocó de nuevo. No se miraron durante todo el trayecto. Una parada, otra... En la tercera era en la que probablemente él, como mucha otra gente, se bajaría. Así fue. Pero antes, mientras se levantaba, se acercó a su oído y le susurró: "No he vuelto a verte sonreír. Hazlo por mí". Entonces ella, sin importarle las miradas del resto, volvió a sonreírle. El se bajó con su casco y jamás volvió a verle. Desde entonces, es imposible que deje de sonreír.

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