UN BESO

Entré en el metro y busqué sitio, justo al lado de un chico que había hecho los dos trasbordos que yo hacía cuatro veces todos los días para ir a trabajar, y justo enfrente de una madre y su hijo. Una madre sentada en la intranquilidad y un niño adaptado a la deficiencia. La única que no estaba adaptada era yo. Fueron las tres paradas más largas de mi vida. No quería mirar, pero miraba. No quería dejar de mirar, pero no aguantaba el dolor. La madre llevaba una bolsa de una clínica de aparatos de audición, logopedas y una interminable lista de especialidades y artilujios para facilitar la vida a los que te hacen verla sencilla a ti. Tras hacerle saber a su madre que tenía calor y sed. Se quitó el abrigo y bebió agua. Empezó a hablar solo. A practicar su idioma. Me moría por saber qué estaba pensando. Llegó mi estación y me levanté. Me agarré a la barra a la que también él estaba agarrado, y empezó a juguetear con mi camisa. Quería morirme. Era suya desde que me senté. En cuanto le miré empezó a despedirse. Yo también le dije adiós. A él y a su madre. Le gusté. Me pidió un beso y se lo di. Sin palabras. Como se piden y dan los besos de verdad. No recordaba cuándo fue la última vez que me permitía la licencia de llorar en público.
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